martes, 6 de febrero de 2018

La mujer invisible

“La timidez es una condición extraña del alma, una categoría, una dimensión que se abre hacia la soledad. También es un sufrimiento inseparable, como si se tienen dos epidermis, y la segunda piel interior, se irrita y se contrae ante la vida.” Pablo Neruda


Me presento con ustedes, fui la Mujer Invisible.
Desde pequeña aprendí a hacerme invisible, cuando sentía ganas de llorar, me ocultaba en algún rincón oscuro, alejado de todos, y con las manos ocultando la cara, lloraba en silencio, en sollozos espasmódicos imperceptibles. Luego me lavaba la cara y salía a sonreír a la vida.
Mi voz siempre fue suave, y fina, como un hilo de seda. En la escuela, no hablaba, y la maestra acercaba su oído a mi boca para escuchar la lección. Mis compañeros no me veían, eso me resguardaba de las burlas y chistes. Hasta que me obligaron a usar zapatos ortopédicos y estos no eran invisibles, al contrario, eran enormes y llamativos, hacían mucho ruido al caminar, todos los veían venir de lejos y me decían: “¡Eh, Pulgarcito!”.
La vida de una mujer invisible, es en cierta medida fácil, porque sumida en el silencio de las lecturas de novelas, una no se mete en problemas y se evade del mundo. Ese siempre fue mi lema, evitar complicaciones con los demás, decir ¡sí señora! ¡sí señor! Y seguir oculta en la invisibilidad. Así transcurrió mi vida.
En el secundario, era tan invisible, que solo una amiga lograba verme, tanto así que una profesora nos apodó a ambas “las mudas”, las demás ni siquiera sabían que estabamos ahí, en el medio del salón, camufladas.
En la universidad, casi todo seguía igual, pero algunas profesoras eran más agresivas con “las mudas” que lograban identificar, y trataban de sacarlas del sistema, donde según ellas, no tenían lugar… y me hicieron llorar, a escondidas, y en silencio en algún baño de la facultad de Humanidades de la UNNE. A pesar de ellas terminé la carrera.
Cuando comencé a trabajar en la docencia, delante de mis alumnos, me dejé ver, así como soy, alegre, con muchas ganas de vivir y de dar lo mejor de mí.
Después conocí el amor, mi hombre invisible. Nos casamos casi en secreto, sin fiesta, sin iglesia. Solo cuatro firmas certificaron el hecho.
Años después, quedé en cinta, pero poca gente me vio embarazada, pues no podía salir de la casa, además una panza tan grande llamaría la atención.
Y un 14 de junio, en una madrugada fría y gris, nació una niña. Pasaron varios meses, todo iba perfecto. Hasta que me di cuenta de que mi hija no me veía, no me escuchaba, ni siquiera se percataba de que estaba ahí. Cuando lloraba no podía calmarla, cuando la llamaba por su nombre no me oía, no me miraba a los ojos. Para ella su mamá y su papá eran invisibles. Solo percibía los objetos.
Entonces me di comprendí que no quería ser invisible para mi niña, ya nunca más sería la Mujer Invisible. Así comencé la difícil tarea de que ella aprendiera a verme, no solo a mí, sino a todo el mundo.
Comenzó de esa manera un recorrido incansable en búsqueda de una solución, médicos, psicólogos, psiquiatras, curas, brujas, exorcistas, etc.
Cuando se acabaron las posibilidades en el Chaco, llevé a la pequeña a Buenos Aires, allí en la gran ciudad sabrían los estudiosos doctores porqué mi hija no me podía ver, ni oír. Durante el viaje en el colectivo, ella se sentía feliz, lo recorrió de punta a punta, probó todos los asientos, encendió y apagó todas las lucecitas. Cuando se hizo de noche, de tanta emoción no podía dormir, y como ella no percibía a nadie, pues su mundo era como el planeta de El Principito, gritaba y se reía. La gente no la entendía, y se pasaron chistando para que ella callara, sin saber que era en vano. Con episodios similares fui perdiendo la invisibilidad.
Los doctores de la capital se reunieron, cuchichearon un rato, y luego le pusieron un nombre, la llamaron “autista”.
Que nombre tan feo me dije, no me gusta, y me puse a llorar en la calle, ya no a escondidas.
Desde aquel día decidí pintarme de colores, colgarme flores en el pelo, guirnaldas en el cuello y llenar mi boca de palabras, de poesías y de canciones. Desde ese día decidí cambiar el rumbo de mi vida, y dejar de ser la Mujer Invisible.

Y una mañana de junio, sucedió cuatro años después de su nacimiento, mi niña se acercó a mí, me miró a los ojos con todo el amor que existe en el mundo, y me llamó MAMÁ.

Feliz no cumpleaños

De pequeña era muy malcriada.
Pero malcriada es, en realidad, un término erróneo según mi papá. Él era el as del diccionario, se sabía la ortografía y el significado de todas las palabras (perdón, de muchas, no le gustaba que generalice); todos los días se sentaba con sus tres tomos de enciclopedia Larousse de 1950 para aprender más vocablos y para resolver crucigramas. El corregía a la gente y decía:- No es malcriada, es muy mimada que es distinto.
En los años de las vacas gordas, me dieron todos los gustos, mamá me compraba cuatro vasitos de yogur por día, que en esa época era toda una novedad.
Mi papá siempre fue un hombre sensible, él no podía verme llorar, se desarmaba. Y yo lo sabía. Por eso, cada vez que estaba invitada a un cumpleaños y mi mamá compraba un regalo, lloraba para recibir uno también. Ella me explicaba que era para el cumpleañero y aparentemente yo entendía. Todo marchaba bien hasta que mi papá volvía de su negocio.
Una vez mamá compró para la hijita de su amiga, una hermosa cocinita, la cual yo, con cuatro años, "necesitaba" tener para preparar la comida a mis hijas. Le insistí en que no quería ir a la fiesta, con la clara intención de quedarme con el juguete. Pero mamá, que era maestra, y había leído los seis tomos Aprender a ser padres, no aflojaba, deseaba que yo entendiera que el regalo no era para mí. Sabía que ella no desistiría de su postura. Así es que dejé, como otras veces, que pasaran las horas. Lo esperaba a él, a mi salvador.
Cuando mi papá llegaba de trabajar ahí comenzaba la escena. Me largaba a llorar con tanta congoja, que mi papá le preguntaba a mi mamá:
-Qué le pasó para que llore así.
-No puede entender que no es su cumpleaños- y ella volvía a explicar y  explicarme de nuevo las razones. Pero a mí no me importaban, lloraba más aún.
Entonces mi papá, mi ídolo, mi héroe, mi ejemplo a seguir en la vida, me llevaba a la juguetería que estaba a unas cuadras de casa en Formosa capital. Y esa vez, me dijo:
-Elegí lo que te guste hija- sin pensar en el precio, porque él era así, generoso. Nunca olvidaré ese día.
Recuerdo el mostrador de madera del negocio, y los juguetes en estantes que llegaban hasta el techo, miraba todo, no me decidía. Quería una muñeca de trapo patas largas que estaba de moda pero no tenían. Entonces la vendedora me mostró una muy diferente pero también de patas largas. Una muñeca que nunca había visto antes y de la que me enamoré a primera vista. Era estilizada, de un pelo negro brillante y enrulado, y en la cabeza una coronita dorada. Sus ojitos azules con grandes pestañas se abrían y cerraban. Me fui a casa con el mejor regalo del mundo: Una Barbie Mujer Maravilla.

(Mami: Gracias por haberte desarmado con mis lágrimas una mañana de invierno en 1981 mientras me abrazaba llorando a la cintura del Imo. Me elegiste el mejor papá y nos quedamos juntos, los cuatro. No me alcanzan las palabras para agradecerte tanto.)

Resistencia, 3 de septiembre de 2016