miércoles, 12 de julio de 2017

Roberto Carlos

-Asi que te llamás Roberto Carlos. ¡Igual que el cantante!- dije con cierta malicia- ¿ Y también querés tener un millón de amigos?
-¡No! Mi nombre es Carlos Roberto. No es lo mismo.- corrigió él impaciente.
-Sí. Es lo mismo. Solo cambia el orden. ¿Y cómo te gusta que te llamen? ¿Roberto o Carlos?
-Me estás cargando. Llamame Carlos.
-Pasa que me acostumbre a nombrarte por tu apellido, como en la escuela primaria, no me sale decirte Carlos. Pero lo voy a intentar.
Esa es la primera charla que recuerdo haber tenido con Carlos. Hasta ahora me cuesta llamarlo así. Aunque la primera vez que lo vi fue realmente hace mucho más tiempo, doce años antes  para ser mas precisa, en 3er grado de la escuelita del barrio, cuando mi mamá era la maestra y para llamarla yo le tironeaba el guardapolvos, porque no podía decirle mamá o mami, no quedaba bien, o al menos eso me parecía.
En esa época era yo muy tímida, en extremo. Algunos pensaban que era muda por lo tanto invisible también.
Por eso es que Carlos apenas se acordaba de mí. Su único recuerdo de mi persona que había sobrevivido de aquel año, fue que yo era la hija de la maestra. Nada más.
Pero yo si que lo recuerdo. Como olvidarme del chico más lindo del grado. Del corazón roto porque había sido elegida segunda princesa y estaba tan lejos de ser la compañera del rey, que por supuesto, no era otro que él. Para mi desgracia en el salón había una rubia hermosa, que se ganó todos los votos y fue elegida la reina de la primavera. Ella para festejarlo organizó una fiesta en su casa.  Recuerdo que soñaba con que el rey, con su dorada corona*, me sacara a bailar, pero solo bailé con la escoba. Que desilusión.
Pasó ese año, el inolvidable 1983, no  volví a ver al rey del grado hasta mucho tiempo después.
Estaba yo en 4to año de la escuela Normal y él iba al Nacional, colegios rivales en Resistencia. Nos encontrábamos a diario en la parada del colectivo. Y allí renació el idilio unipersonal. Él apenas me miraba para esbozar un simple "hola".  Yo quería  hablarle pero no me animaba, seguía siendo tímida. Lo miraba eso sí, y sin disimulo, pues estaba segura de que no corría riesgo de que se diera cuenta, pues era la época en que me hacía invisible. Me gustaban sus ojos verdes, su nariz respingada (que le valió más que algún sobrenombre) y me encantaba su hermosa cabellera llena de rulos.
Sin embargo,  un mediodía esperando la línea 8 él me habló  y charlamos un ratito, hasta que... llegó SU NOVIA! Pues sí ¡Tenía novia! Qué desgracia, para mí por supuesto, porque a él se lo veía feliz. Lo seguí viendo en la parada y en el colectivo y en el barrio hasta terminar la secundaria, eso sí siempre, siempre, bien acompañado.
Luego lo olvidé, porque a esa edad se olvida rápido. Pero dos años después la vida lo puso en mi camino, lo crucé de nuevo en el verano del 94 por el Barrio. Se detuvo a saludarme como nunca lo había hecho antes, yo había dejado de ser invisible. Él ya no tenía novia, me vio por primera vez y ¡me invitó a salir! De ese encuentro casual es que surgió ese diálogo inicial.
Quien lo diría, el rey del grado, por fin me invitó a mí a ir a bailar, al Club Social nada menos. Obvio que fuimos, y era tan caballero que pagó mi entrada porque yo siempre andaba con la moneda justa para viajar en el colectivo.
Recuerdo que salimos del baile, adentro hacía mucho calor, nos sentamos en el piso, la espalda contra una pared, bajo el cielo estrellado una noche de enero, fuimos afuera a charlar. Y fue allí, por fin, me dijo las palabras que tanto había deseado escuchar todos esos años pasados:
-¿Querés ser mi novia? - me preguntó muy resuelto (en aquella época algunos aún se usaban esos convencionalismos), pues además hacia un año que se había ido a Buenos Aires a la escuela de policía y como él me contó allí le formaban el character y la disciplina.
Entonces yo lo miré, lo miré bien a los ojos, para no perder detalle de su expresión al responderle:
- Y ahora que te cortaste los rulos me lo preguntás. Si eso era lo que más me gustaba de vos.

*Según me contó mamá Roberto Carlos o Carlos Roberto le preguntó si el rey podía llevar una corona, a ella le dio ternura su carita y su inquietud. Por supuesto que sí le respondió. Al día siguiente se presentó con una gran corona dorada que le había fabricado su mamá para la ocasión.



29 de agosto de 2016



Irracional

Apenas tu hombre pasa el umbral lo mirás de hito en hito, y te quedás ahí, parada, quieta, solo tus pestañas se mueven de arriba abajo y tus cejas se enarcan, mientras tus fosas nasales reciben el aire con intensidad, esperando captar algún perfume floral barato. En esos cinco segundos, tu sexto sentido trabaja más rápido que tu razón (si es que alguna vez razonás). En ese momento, tus celos desbordan tu cuerpo, se materializan en tu mirada, que inquisidora, penetra cualquier objeto como un dardo certero. Tus ojos destilan odio, no amor, reflejan tu deseo de matar. Tus pupilas se dilatan, tus mejillas se sonrojan, y no de timidez. Tu boca sádica se desborda y tu lengua mordaz se adelanta para pronunciar esa primera oración de bienvenida diaria. Instintivamente, tus dientes asoman como un perro rabioso queriendo morder. Mientras tu cuerpo entero se desborda, estresado de tanta locura.
Esperás unos instantes, luego disparás con esa primera inquisición (en vez de saludarlo con un “buenas noches amor”) y lo recibís con un “¿de dónde venís? ¡Siempre llegas a las nueve y son las nueve y diez!”.
Estas poseída por tu imaginación, te pasas todo el día inventando historias, como si fuera que tenés en tu casa al príncipe azul que todas desean, pero en realidad es un príncipe sapo, que ninguna princesa quiere besar, que se pasó todo día trabajando y cargando bolsas de papas en pleno verano. En tu locura, creés que todas las mujeres quieren a ese hombre, que en su interior solo desea que ojalá fueran ciertas apenas una cuarta parte de todas tus fantasías, para tener así una gota de felicidad
Los celos, pintura de Natale Schiavoni (1777-1858), italiano.