sábado, 27 de septiembre de 2008

Microrrelato


Motín
Esa madrugada me despertó el timbre del teléfono que sonaba intermitente. Cada vez que eso ocurre me sobresalto, porque sé de qué se trata. Desde hace un cuarto de siglo, soy procurador penitenciario. Como lo fue mi padre. Sin dudar, sin perder ni un segundo, fui al placard, saqué lo primero que encontré, me vestí, y salí.
En el camino, trataba de recordar quién era Robles, un porteño, que había sido trasladado hacía solo un mes y ya causaba problemas. Estaba acusado de venta ilegal de drogas a menores, y de asesinato: mató a su mujer en una pelea, por eso lo apresaron. Era una persona con marcada tendencia a la violencia, según los informes que leí sobre él, además lo ayudaba su contextura física, su gran altura y su habilidad para pelear y manejar armas blancas.
Llegué a la unidad en quince minutos.
Una vez allí, me encontré con una situación que se salía de contexto. Entre los presos que se habían amotinado se hallaba Robles, amenazando a un joven guardiacárcel con una navaja ajustada a la altura de los riñones. El director me advirtió de la grave situación. Intenté acercarme para hablar, pero él no tenía intenciones de hacerlo, estaba drogado, y fuera de sí. Traté de disuadirlo, pero en vano. Quise negociar, pero vi que alzó el puñal y sin vacilar lo incrustó en el costado del aquel muchachito de tan solo veinte años que había comenzado a trabajar aquel mismo día en que Robles ingresó. Inmediatamente tomé mi arma, y disparé. Fue un reflejo, el instinto.
Señor juez, en ese momento me perdí, todo se me fue de las manos, tantos años de profesión y no pude salvarlo. El joven guardiacárcel era mi hijo.